Cuando vuelvo de Australia
mis padres van a recibirme al
aeropuerto.
Cogemos el metro
(no recuerdo qué línea
pero su olor desde niño me
traspone)
y paramos a comer en una tasca
(tapas frías a las cinco de la
tarde).
De camino a la estación de
Atocha
(no recuerdo en qué barrio)
mi madre estrangula una cigüeña
mi padre señala un pingüino
y yo, con mi barba de tres
meses, solo pienso:
a los lobos de zoológico no les
brilla el pelaje.
En resumidas cuentas: a la
vuelta
me requisan las plumas del emú
y al llegar a Sevilla me
percato:
el vino se ha picado en el
viaje.
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